Noviembre es un
mes que, en la historia de Bolivia, se encarga de recordarnos que nuestras
convicciones democráticas tienen una dimensión apenas mediana, que cíclicamente
esa encendida defensa por la democracia y la libertad, son, mayormente,
palabras vacías de confianza ante el solo hecho de un cambio en las
circunstancias de poder que de pronto nos revelan favorables.
Fue en noviembre
del año 79, cuando la irracionalidad política se apoderó de ciertos militares y
políticos de tradición del MNR y MNRI, desatando, el primero de aquel mes, una
aventura de 16 días que le dejó al país familias tocadas por el drama de aquellos
100 muertos y medio centenar de heridos. Noviembre nuevamente mostró la sangre
de los bolivianos y esa inexplicable y obsesiva tarea por destruir el sistema
democrático. El desvarío también alcanzó a quienes justificaron el golpe arguyendo
intenciones prorroguistas del presidente interino Walter Guevara Arze. Es
cierto que Guevara propuso un interinato de dos años señalando razones de
tiempo para atender la crisis económica del país, no obstante, el Parlamento de
entonces fue taxativo: solo un año con la única tarea de convocar y administrar
el proceso electoral.
La locura de
Natush Busch no tuvo vida larga. Se atrevió a mucho en la represión, diríamos
que no tuvo pausa, pero mantuvo cierto respeto con el Congreso Nacional. Allí,
los parlamentarios de aquel memorable Poder Legislativo negociaron de forma
intransigente desechando una y otra vez la pretensión militarista de Natusch de
un gobierno civil militar. Existió, en aquellas horas, una plena conciencia institucionalista
y un espíritu inalterable ante la presión y la intimidación militar: la salida
solo podía constituirse en democrática y así fue. A las siete de la noche de
aquel 16 de noviembre, cuando la tarde ya se apagaba, en el hemiciclo mayor de
la legislatura boliviana, Lidia Gueiler Tejada le juraba a Bolivia toda que,
como presidenta interina, conduciría al país hacia la recuperación de la institucionalidad
democrática. Cumplió su juramento y también su palabra. Las elecciones se
realizaron el 1ro de julio de 1980. Fue una contienda electoral limpia donde la
presidenta veló por el necesario equilibrio y la transparencia plena de unos
comicios que enaltecen su aporte y la inscriben como una demócrata absoluta.
La transición política es un momento de excepción, implica la
ruptura de un sistema y el declive de una época y expresa, en ese mismo momento,
el inicio de una nueva reconfiguración del poder político. Se establece de
hecho un escenario donde se estipulan los pactos sobre las reglas de juego político que
suelen estar señalados por tres elementos: elecciones limpias y competitivas,
interacciones calculadas y resultados contingentes.
Disolver un
régimen abre consecuencias inadvertidas y repentinas, por ello son procesos
dinámicos, imprevisibles y etéreos. Las transiciones descubren que su elemento
más sensible e indefinido son las reglas que normarán el proceso transitorio a
una mejor democracia. Ahí se desarrolla el juego de poder, un espacio
donde la certidumbre de la palabra empeñada simplemente no encuentra acomodo. Refiriéndose
a esa dinámica política, Guillermo O´Donnell nos habla, con prudencia, de
transiciones que “representan un ajedrez de múltiples niveles” entre actores dominantes
con monopolio de los factores de poder y los sectores opositores.
Cuando la
transición modifica su propósito democratizador y se torna en un esquema de
poder, produce una crisis que lo convierte en un régimen con elementos
autoritarios, esto es, una reinterpretación subjetiva de las reglas básicas que
determinan el trazado hacia la democratización, incorporando factores de
incertidumbre respecto del curso direccionante de la política. Este hecho
expresa una segunda ruptura, ya no solo la del sistema decadente, sino del momento
de diálogo, de los acercamientos y de la necesaria pacificación y
desactivación de las piezas en conflicto. Se produce un quiebre y una polaridad
entre actores estratégicos del contexto de crisis y se avanza hacia espacios de
baja legitimidad e institucionalidad mediatizada. La democratización del
sistema, que es elemento fundamental de un proceso de transición, ingresa en
suspenso. Esta doble ruptura, desestima la alquimia del diálogo reduciendo el
proceso a un solo hecho insuficiente, el electoral.
Noviembre de
2019 señala para Bolivia el inició de un proceso de transición articulado por
la vieja partidocracia. La transición boliviana marcó en su agenda una tarea
fundamental, la pacificación del país. Pacificar significaba un aprendizaje
dialogado en el aprender a convivir, socialmente, con nuestras diferencias.
Pacificar también exigía volver al orden institucional y ello era promover inmediatamente
un proceso electoral, equilibrado y transparente.
La melancólica
realidad muestra un giro anímico en la conducta de quien administra el momento
transitorio. Expropia sombríamente la transición a todos los bolivianos y
vuelve a redefinir las reglas del juego político, desafía las libertades
extendidas sobrecargando peligrosamente su poder hasta tornarlo amenazante. Así,
la transición se transformó en esquema de poder. Los factores de poder con
incidencia decisiva en la acción política han sido dispuestos para una labor de
inquietar y mediatizar el proceso electoral y las libertades esenciales.
No se construye
libertad y democracia con restricción de libertades y democracia mínima. En los
discursos de quien administraba el extinto proceso de transición hay una
exhortación a confiar nuevamente en lo que afirma, en que no hará uso de su dominio
absoluto. Leído el mensaje, acciona su poder y la política judicializada
nuevamente opera. Sin lograr evitarlo, estos políticos viven su propia
transición, van por la vida arropados en un discurso de demócratas, pero el
poder los devela en su verdadera esencia: seres autoritarios y ensimismados mientras
transcurren los escasos minutos que dura el poder.
*Politólogo, comunicador,
especialista en comunicación política y análisis de escenarios.
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