Por: Jorge Richter Ramírez**
Lo obligaron a renunciar y con él buscaron que todos renunciemos. Era una acción humillante y desdeñosa hacia nuestra democracia. A partir de ese instante, todo fue unidireccional con calificaciones cargadas de resentimiento y advertencias de detenciones y judicialización.
La historia de nuestra región está signada por un enorme
listado de momentos políticos de quiebres en el poder civil. El 29 de junio de
1954 Jacobo Árbenz, hasta entonces presidente de Guatemala, era obligado a
renunciar en una acción donde las Fuerzas Armadas de aquel país, confabuladas
con la CIA, terminaron con la revolución que se había iniciado en 1944.
Escribió Luis Cardoza y Aragón: “Pienso en Árbenz, nos habían derrotado, lo
habían vejado en el aeropuerto de Guatemala, en él nos habían vejado a todos
los guatemaltecos”.
El 16 de septiembre de 1955, cuando la tarde recién
comenzaba en aquel infausto día para la democracia y el movimiento obrero
argentino, las fuerzas del general Eduardo Lonardi iniciaron el ataque militar
que intimaría al general Perón a renunciar a la presidencia tras una década en
el gobierno. El líder argentino no ofreció resistencia y tampoco quiso acudir a
los trabajadores para instalar una defensa que podía terminar en un “baño de
sangre”. Horas después admitía que ya no había nada que hacer.
Unas décadas más tarde, en septiembre de 1973, otro líder
emblemático de una Latinoamérica siempre agobiada era emplazado a renunciar. El
entonces comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas chilenas, general Augusto
Pinochet, otorgaba un plazo perentorio al presidente Salvador Allende para que
haga dejación de su investidura. La respuesta del mandatario fue la que solo
hombres de una trascendencia histórica como la de Allende pueden tener: “Pagaré
con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza que la
semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no
podrá ser cegada definitivamente… Trabajadores de mi Patria, quiero
agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en
un hombre que solo fue intérprete de grandes anhelos de justicia”. El día 11 de
aquel mes, rechazando cualquier posibilidad de renunciar al mandato que el voto
popular le confirió, ofrendó su vida ante las fuerzas de Pinochet.
En el tiempo, las formas mutaron a “insinuaciones” menos
presenciales, pero no por ello faltas de efectividad. El Neogolpismo que ya había actuado bajo formas
militaristas y eventos de judicialización en la región, se pronunció en Bolivia
el 10 de noviembre de 2019, cuando el general Kaliman en conferencia de prensa
leyó un comunicado del conjunto de las Fuerzas Armadas de Bolivia: “Ante
la escalada de conflictos que atraviesa el país y velando por la vida, la
seguridad y la garantía del imperio de la CPE, en conformidad al artículo 20 de
la Ley Orgánica de las FFAA y luego de analizar la situación conflictiva,
sugerimos al presidente del Estado que renuncie”. Las alternativas para el
poder civil de entonces se redujeron a dos caminos únicamente: la vía Perón o
la decisión de Allende. Consumaron un golpe porque tenían intereses de clase
dominante y otros notoriamente económicos, pero un hecho mayor los inquietó
siempre, quienes gobernaban, distintos en color de piel y apellidos, les eran
antipáticos por su contenido popular. Para validar socialmente el golpe
precisaban de la indignación colectiva, la narrativa del fraude electoral fue
el argumento. Nunca lo probaron, pero les sirvió para despedazar la
institucionalidad electoral y la vida de miles de bolivianos.
Pienso en Bolivia y en el valor formidable de 3.393.801 mujeres y hombres que le dijeron al país y al mundo que en Bolivia hubo un grito pacífico y democrático, de una enorme voz popular que dijo no al fraude, no al golpe, no al odio y no a la intolerancia.
*Artículo publicado en el diario La Razón.
**Politólogo