POR: VERÓNICA CÓRDOVA*
LA JEUNE FILLE À LA FLEUR, MANIFESTACIÓN CONTRA LA GUERRA DE VIETNAM. WASHINGTON, 1967 © MARC RIBOUD, COLECCIÓN DEL MUSEO DE ARTE MODERNO DE LA VILLE DE PARIS.
La gris consternación viene del miedo, de la peste
bordeando las esquinas, aislándonos en calles sin trabajo y casas sin pan, en
rostros tapados y sin sonrisas. La consternación de no saber qué viene después
de mañana, de no poder soñar, de no tener certezas. La consternación está en
los hospitales, en el gemido inútil de las ambulancias, despertando a los
viejos y haciendo que se asomen a las ventanas. La consternación está en las
aulas vacías, en los changos prendidos al teléfono para encontrar una voz amiga,
una semblanza de vida cotidiana.
Estamos consternados por ver a compatriotas peregrinar en
busca de información, de ayuda y de justicia. Consternados sabiendo que lo que
nos informan es solo la punta más pequeña de una enorme montaña. ¿Cuántos no
saben que están enfermos? ¿Cuántos lo sospechan, pero se esconden temerosos de
un sistema que, lejos de acoger y cuidar, te aísla, te estigmatiza, te maltrata
y finalmente te desahucia a morir en soledad y a enterrarte en una indignidad
clandestina?
Nos consterna la aparente inutilidad de nuestro enorme
sacrificio. Llevamos 64 días sin trabajar, sin encontrarnos, aceptando con la
cabeza baja un Estado de sitio disfrazado, y todo ¿para qué? Se supone que la
cuarentena es una medida que permite aplanar la curva y ganar tiempo para estar
listos cuando los casos nos desborden. Han pasado 64 días. Seguimos haciendo
menos de 300 pruebas diarias (en un promedio generoso).
Seguimos sin insumos de bioseguridad. Los laboratorios
públicos no funcionan (y los privados cobran lo que quieren). No hay
respiradores de terapia intensiva. El número de médicos y enfermeras, que ya
era insuficiente, disminuye: muchos han enfermado, algunos han muerto y otros
han renunciado ante la enormidad del desafío y tener que enfrentarlo sin las
condiciones adecuadas. Han pasado 64 días y ya la cuarentena se cae a pedazos,
se filtra por mil huecos. No hay miedo lo suficientemente fuerte para contener
la estampida.
Así estamos. Consternados, pero también rabiosos. La
rabia de saber que nos ha tocado una de las peores crisis de la historia justo
en un momento de inestabilidad, de división y de dictadura. La rabia de haber
caído en manos ineptas, indolentes e ilegítimas en el momento en que más
necesitábamos experiencia, unidad y certeza. Da rabia que nos amedrenten con
aviones, tanques y metralletas. Da rabia que usen a Dios y a la Biblia para
rociarnos desde el cielo con agua bendita, que hagan ayunos en lugar de
gestionar la crisis de forma racional y organizada.
Da rabia que utilicen raseros diferentes para juzgar y
castigar faltas similares. Da rabia que se entren a la casa de una familia y la
saquen a rastras en medio de la noche por el supuesto crimen de celebrar un
cumpleaños; mientras otros se publicitan rompiendo la cuarentena para “rezar” y
hacer campaña. Da rabia que Tarija deba mandar a La Paz o a Santa Cruz sus
pruebas de COVID-19 por tierra y esperar los resultados hasta una semana,
mientras los aviones se usan para trasladar amistades, suegros e invitados a
fiestas.
Da rabia que se aprese a alguien por difundir sus ideas,
pero no se detenga ni investigue a quienes se atribuyen a sí mismos funciones
policiales y se fotografían cargando bazucas y fusiles. Da rabia, mucha rabia,
que después de repartirse empresas del Estado y llevarlas a la quiebra, ahora
se atrevan a robarnos la salud y la esperanza. No solo compran sustitutos que
los médicos se rehúsan a usar, sino que son capaces de lucrar con los que
mueren asfixiados por falta de respiradores. Dijo el poeta que la plomiza
consternación se nos irá pasando, pero la rabia quedará y se hará más limpia.
Nos dará claridad para salir de esta pesadilla.
*Cineasta boliviana
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