POR: JUAN PABLO GUZMAN*
Conocí por primera vez a
Marcelo Quiroga Santa Cruz en el año 1979, en la sede del Partido Socialista
Uno (PS-1) en La Paz, una estrecha oficina ubicada en el segundo piso de un
viejo conventillo de la avenida Pérez Velasco, sostenido en pie apenas por un
soplo de eternidad antes que por sus ruinosas paredes, donde se instalaban un
sinfín de locales de notarios, abogados, fotógrafos y hasta adivinos.
La presencia de Marcelo
marcaba un contraste alucinante con los viejos muebles del lugar, el piso de
madera que se rechinaba hasta con un suspiro, los ventanales ruinosos y algunos
afiches descoloridos pegados en paredes de estuco fabricado en una era perdida.
Él proyectaba un aura que parecía iluminar inexplicablemente su entorno,
archivando en el olvido todo lo que antes se dibujaba como gris y herrumbrado.
Delgado y erguido como un
torero, llegó al lugar enfundado en un traje azul oscuro, sin corbata, camisa
blanca, zapatos pulcramente lustrados y un abrigo también azul, del que se
despojaba en una ceremonia rigurosa, que parecía impuesta por un protocolo de
quirófano. “Compañeros y amigos, gracias por estar aquí esta noche”, dijo, al
abrir una reunión en la que permaneció siempre de pie, sin esbozar un gesto de
sonrisa, aunque con una mirada aguda y de paz que hacía estaciones en cada uno
de los asistentes.
Su palabra tenía la magia
encantadora de los hechiceros inmemoriales. Las oraciones que pronunciaba eran
perfectas, con milésimas de segundos de espacio vocal tras una coma, un segundo
para el punto seguido, dos para el aparte. Énfasis donde correspondía, tono
exacto para que la palabra “lucha” suene en los tímpanos como un martillazo, y
para que “pasión” inunde el aire de un torbellino de euforia.
Para un imberbe adolescente
como yo, estar allí, estrechar la mano de Marcelo, verlo, oírlo y descifrarlo
era, además de un privilegio, una comunión fantástica con el ídolo, no en el
sentido religioso ni místico, sino en el significado del guía que alumbra, del
maestro que descifra el mundo con palabras cautivantes.
Marcelo transmitía esa
presencia imantada en cualquier acto político. Recuerdo uno, en la simbólica
Garita de Lima, donde los jóvenes de colegio y universidad organizamos un mitin
programado para las 18.00, en el que el líder tenía planificado hablar a las
18.30. Y así fue. Los oradores previos balbuceamos algunas ideas sobre “la
coyuntura” en discursos improvisados, ante pocas decenas de asistentes, gran
parte de ellos curiosos, comerciantes de la zona o desprevenidos, quienes nos
ignoraban con una impávida indiferencia.
Ni siquiera teníamos
suficiente gente para cortar el tráfico, por lo que micros, colectivos,
camiones y taxis circulaban libremente alrededor de la plaza, hasta que…
comenzó a hablar Marcelo, a las 18.30. En punto. En ese instante todos volcaron
su mirada y atención hacia él. Los transeúntes paraban el paso, los conductores
bajaban la velocidad de sus coches, las “caseras” calmaban a sus bebés para
escucharlo. Quiroga Santa Cruz podía fabricar esas burbujas atemporales, ajenas
al mundo del que surgían.
¿Apología? No. Marcelo
administraba esos dones, fruto de una inteligencia cultivada con disciplina, en
la que el verbo de su palabra tenía la diáfana capacidad de explicar, con la
precisión de un relojero y la magia de un alquimista, desde las tareas
rutinarias que deberían cumplir los militantes del partido, hasta la génesis
del ser boliviano, apoyado en ideas que citaba de la política, la literatura y
la filosofía, como cartas manejadas hábilmente por un gitano.
Estos días, y más, el próximo
17 de julio de 2020, seguramente se dirá mucho de Marcelo Quiroga Santa Cruz,
al cumplirse 40 años de su asesinato. Habrá muchos artículos y letras para
recordarlo. Estas, apenas quieren rememorar las sensaciones que, hace cuatro
décadas, inspiraba Marcelo en sus seguidores, que de un puñado de hombres y
mujeres se transformaron luego en miles.
La memoria de Quiroga Santa
Cruz se ha ganado el derecho a la perpetuidad, y hoy, quienes lo evocamos con
la inevitable nostalgia de lo perdido, haríamos mal en silenciar nuestra
fidelidad a su temperamento.
En una entrevista a radio
Fides, en 1971, Marcelo se dibujó a sí mismo y a sus principios, al declarar:
“… no podría aceptarme a mí mismo, en condición de intelectual, si no fuese
capaz de decir, en todo momento, y a pesar de cualquier consecuencia, aquello
que pienso”.
Así lo hizo y pagó el precio
más alto por ello. Quizás por eso, es inevitable entremezclar la devoción con
la tristeza. 40 años después, la aflicción es aún irrefrenable porque con él
seguro Bolivia hubiera sido distinta y mejor. Porque Marcelo fue lo mejor que
esta tierra dio a sus hombres y mujeres en décadas de sequía política e
intelectual, que aún hoy padecemos, casi resignados a la mediocridad.
Parafraseando a Albert Camus,
podríamos decir hoy que la guerra sin uniforme en la que cayó Quiroga Santa
Cruz no tiene la terrible justicia de la guerra a secas, en las que los
proyectiles del frente hieren a cualquiera, al mejor y al peor. No. En la guerra
indecible en la que perdimos a Marcelo, fueron los mejores los señalados por
las balas, los mejores que se ganaron el derecho a hablar, pero perdieron el
poder de hacerlo.
*Periodista
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