En enero de 2006 se produce en
Bolivia un cambio en las élites gobernantes. Los sectores sociales
tradicionales detentadores del manejo y administración del Estado, ingresan, ya
en el final de su ciclo político, en una profunda crisis que los conduce a un
tiempo de retirada. Los grupos sociales periféricos e invisibles para la acción
política, después de un lento proceso de acumulación histórica, con demandas
insatisfechas y no atendidas por los gobiernos del momento liberal, las
conectan para formar cadenas equivalenciales frente a la intención de la
partidocracia dominante por constreñirlas. Así, las organizaciones demandantes
se organizan en “pueblo” —en el decir de Laclau y Mouffe—, hasta acoplarse
políticamente con un liderazgo visible e instrumento político que pergeñe sus
primeras aspiraciones de toma del poder político.
Los sucesos comprendidos entre
2000 y 2003, que condujeron al cierre del ciclo neoliberal, fueron la
manifestación viva del Estado político boliviano que produjo una nueva
fragmentación étnica, social y política. El proceso circular de sustitución de
elites gobernantes y sus correlatos sociales se instaló en 2006 e inició un
nuevo estado de tensiones y polaridad social.
El 10 de noviembre de 2019
señala la instalación de otro momento de hostilidad de los factores
históricamente opuestos. La lógica circular volvió a chocar como placas
tectónicas provocando estadios de conflicto cada vez más altos. Ante ello, la
pandemia y la crisis política, y la pregunta: ¿cómo avanzar?
En un momento de calamidad
humanitaria, de catástrofe devastadora, ¿quién salva?, ¿el Estado o el mercado
con su lógica estadística? Atendiendo a Émile de Girardin que decía “gobernar
es prever”, la sensación de responsabilidad primera se dirige sobre el Estado.
La información sobre el paso de la pandemia muestra a sociedades,
instituciones, organizaciones y agentes económicos que van convenciéndose de
que es el ente estatal quien, ante una amenaza descontrolada, puede salvarlos.
El Estado inexcusablemente ha asumido gastos e inversiones urgentes,
salvatajes, asistencias y preocupación por sus ciudadanos de forma directa.
Esto ha visto el mundo, sin detenerse en el modelo, el sistema y la forma de
gobierno. Por tanto, congregando todas las responsabilidades y ansiedades
sociales, su capacidad y fortaleza debe ser absoluta, genérica y sin fisuras.
Ello implica un nuevo pensar de la dimensión que debe alcanzar y su vínculo
directo con la democracia.
Un Estado fortalecido no es
necesariamente un Estado más grande y un Estado noventista tampoco es uno más
reducido. Para no dar lugar a un Estado fallido (que no respeta las libertades,
impone una democracia restrictiva, acentúa y patrocina las desigualdades), su
remodelación debe atender factores mínimos de urgencia impostergable: la
conformación de su gobierno y la institucionalidad, el sentido de legitimidad y
legalidad y el deber de estar bien constituido. Con ello habrá mejores
posibilidades ante la crisis multisectorial y la opción de construir y
establecer una agenda de consensos para las reformas sustanciales que Bolivia
ya solicita. Países que han logrado controlar la pandemia muestran gobiernos
que, aunque varios estaban señalados por su actuar en la política cotidiana,
tenían solidez de legalidad y legitimidad.
Cabe reflexionar entonces en
esta coyuntura de remodelación fáctica del Estado: ¿cuánta valía se otorga a su
institucionalidad? ¿Nos preocupa el debido orden institucional, como forma de
reaseguro ante intenciones que busquen interrumpirlo, reducirlo,
desequilibrarlo y, en consecuencia, reconfigurar una relación de poderes que
finalmente deje mediatizados los derechos progresivos, la igualdad y las
libertades individuales y colectivas? todo esto frente a lo sensible de una
crisis sanitaria. En definitiva, signados por el mal trance, la cuestión es:
¿salud ciudadana o salud institucional? ¿O ambas?
Las crisis no son
estacionarias y tampoco inmóviles, sino que expresan dinámicas en movimiento
que refieren a fases de descomposición del estado de situación de intervalos
coyunturales específicos. La presencia del COVID-19 en Bolivia no impacta de
forma lineal y única; adquiere resoluciones, ritmos y profundidades distintas.
Su incidencia en los ámbitos poblacionales, territoriales y estatales logra
niveles de intensidad desiguales que rápidamente alcanzan dimensión política por
continuidad de los hechos de noviembre. Esto implica mayor tirantez y polaridad
social. Significa que el estado de crisis multisectorial, irresuelto e
incontrolado, no interrumpe su devenir, sino que prosigue su expansión hasta
franquear a la siguiente etapa. Después de la crisis y el hecho político
absoluto, la fase siguiente es el colapso, un momento de desorden y desgobierno
pleno.
A consecuencia de la pandemia,
la humanidad y los países avanzan hacia sistemas democráticos reconvertidos,
donde el primer poder del Estado, expresado en la representación de la
Asamblea/Parlamento, por los cursos de emergencias continuas que se avizoran,
decrece en manos de tendencias que buscan exagerar el personalismo del Poder
Ejecutivo. Esto representa una resignificación también de la confección de las
normas: más decretos que regulen actividades específicas y una baja producción
de leyes. Todo ello, por los estados de excepción y seguridad, que en una
psicosis generalizada intentan, subjetiva y continuamente, esta redefinición de
roles y jurisdicciones políticas.
En este escenario también
impuesto en Bolivia y con una pandemia instalada por tiempo indeterminado, la
vía democrática e institucional que facilite preocuparse por la crisis
multisectorial está en electoralizar la coyuntura en la fecha señalada, hecho
necesario para obtener una perspectiva de solución, reducir ansiedades
políticas causadas por el enfrentamiento y descontento de la crisis política
irresuelta y enfocarse, desde el Gobierno, en una estrategia posible sobre los
efectos devastadores de la enfermedad. Esto es, remodelar hoy e imperiosamente
el Estado en la línea institucional y constitucional.
*Artículo publicado en "La Razón"
** Politólogo
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